La piel de Elisa
Algo no está bien en Elisa. Ese empeño por narrar cada historia de amor de manera prolija y minuciosa contrasta, de a ratos, con la infinita angustia que transmiten sus enormes ojos oscuros.
Elisa habla, gesticula, sonríe, interpela al público. Quiere saber si está siendo lo suficientemente precisa, clara y detallista. Y lo es. Sólo que su mirada, a veces, cala en la profundidad de la melancolía propia y del espectador.
Algo no está bien en la piel de Elisa. La adaptación de Daniela Berlante de la obra La piel de Elisa, de Carole Frechette, llegó a las tablas de El tinglado (Mario Bravo 948, jueves a las 20.30) en una intensa versión de Ignacio Catoggio, quien, además de dirigirla, sale a escena en carácter de coprotagonista.
Lorena Damonte está sola, en el medio del escenario, durante los primeros 30 minutos. Penetra en la piel de Elisa y ya nadie podrá sacarla de allí durante la hora y media que dura la obra.
Hay un banco de hierro, sin respaldo, lo que permite que Elisa gire una y otra vez y quede de frente, de perfil y de espaldas al público en cuestión de segundos. Ella está sentada en ese banco y habla, narra, cuenta historias. Son relatos de amor que sólo serán interrumpidos por la oscuridad y el crepitar intenso de ramas, hojas o vaya a saber qué es lo que se está consumiendo en llamas por ahí. Elisa toca su piel y la estira, como queriendo arráncarsela. “¿Ustedes notan que tengo más piel en los codos?”, preguntará de a ratos en esos lapsos de desesperación ardiente, entre historia e historia. La pregunta es siempre la misma, pero cambia el objeto. Porque a Elisa la piel no le crece sólo en los codos, sino en las rodillas, en el cuello, en los tobillos.
Como espectador, uno no podrá ver los pliegues epidérmicos desbordando a la protagonista. No hace falta. La perfecta metáfora del paso del tiempo manifestado en esa piel que desdibuja los rasgos de Elisa se percibe más allá de la imagen.
Entre cuento y cuento, Elisa se animará, también, a contar el por qué de sus relatos. Entonces, dirá que, víctima de ese inexplicable mal que la paraliza día a día, una tarde se encontró con ese muchacho. Entra en escena Catoggio, quien interpreta al hombre que le develará la receta para detener el crecimiento de su piel.
El inverosímil bálsamo es revelado al temeroso oído de ella. Ese momento, acaso, es el punto más álgido de la obra: la penumbra y las palabras recitadas a un inducido y milimétrico destiempo por un joven que le cuenta a Elisa lo mismo que Elisa le está contando al público, logran el clímax.
Sólo relatando historias de amor podrá salvarse, había dicho el muchacho. Elisa no tiene muchas, pero el remedio vale también si los relatos son ajenos. “¿No tendrían, así como al pasar, un recuerdo para prestarme?”, ruega ella.
Después, otra vez el crepitar intenso, la oscuridad casi absoluta para Elisa y la sensación constante de que nunca es suficiente, de que siempre hay más piel, a pesar de la exactitud con la que describe los lugares, los momentos, los abrazos, las pasiones.
Algo no está bien en Elisa y es tan difícil imaginarla sin los gestos, los movimientos, la voz y la propia piel de Damonte. Ambas se funden y la actriz encarna al personaje, pero el personaje ya es carne, también, en la actriz. Química le dicen. O piel.