Un Hoover a la medida de Eastwood en el film “J. Edgar”
La película no deja de mencionar los aspectos turbios de quien fundara el FBI en 1924 y permaneciera al frente de ese órgano hasta su muerte en 1972, se explaya, aunque de un modo extraño, sobre aspectos de su vida personal y resalta sus logros políticos, generando una sensación ambigua, que parece finalmente inclinarse hacia el lado de la gratitud.
A pesar de haber resistido el embate de ocho presidentes de los Estados Unidos temerosos de su excesivo poder a base de extorsiones falsas o reales surgidas de un archivo secreto personal y de haber salido ileso a verdaderos cataclismos políticos como el asesinato de JFK, Hoover podría ser un personaje no solo deseable sino necesario para el bien de la república, según parece desprenderse de la película de Eastwood.
La vieja (norte)América de la voluntad, la decisión y el coraje, la (norte)América del hacer y del valor de los hombres resueltos, la (norte)América segura de su destino y de la necesidad de conservar su pureza liberal, que resalta el ímpetu personal sobre alguna forma de construcción colectiva, son valores recurrentes en Eastwood, que el filme parece expresar en la figura de Hoover.
Su férrea voluntad de luchar contra el crimen organizado, la profesionalización del sistema de vigilancia y control del delito que establece con la creación de un registro único de personas, la utilización del sistema de huellas dactilares y el permiso para que los agentes del FBI puedan portar armas, junto con una vida dedicada al trabajo y guiada por una indubitable vocación nacional, sitúan a Hoover en un rango casi patriótico para cierto imaginario.
Parecen quedar en segundo plano ciertas licencias racistas, la utilización de la extorsión, una egolatría y una arbitrariedad sin demasiados límites, defectos opacados por los beneficios que reporta la existencia de un personaje decidido a ir “tras ellos” (aun salteándose algunas normas y principios elementales), cuando el momento y la oportunidad lo exigen.
No se trata en el filme de Eastwood de una discusión ética sobre el bien y el mal, una disquisición sobre la vigilancia, las libertades y la seguridad o de un ensayo sobre valores republicanos, sino de resaltar el gesto de la decisión personal y de la voluntad inquebrantable de un hombre que va detrás de un objetivo.
Poder pensar en una (norte)América libre, próspera e imperial, con un hombre decidido a enfrentar los temores que acechan a la ciudadanía (el crimen organizado, el alcohol o el comunismo) y a velar por ella.
Una especie de ángel de la guarda, satánico quizás, pero de efecto tranquilizador al desactivar amenazas más perturbadoras.
Protagonizada por Leonardo Di Caprio que le da a J. Edgar un perfil clásico, seco, sin contrapuntos emocionales (como gusta Eastwood presentar a sus personajes) y una ligeramente desteñida Naomi Watts, siempre envejecida y que es pura lealtad personificando a su fiel secretaria Helen Gandy, la película nunca descuida el aspecto íntimo y privado del personaje, ya que pretende ser más la historia de una persona (y en algún sentido de una época) antes que de un país, un organismo de seguridad o un modo de hacer política.
Judi Dencht como una madre opresiva tiene quizás un peso excesivo en la supuesta novela familiar de Hoover y Armie Hammer como su segundo (Clyde Toldson), es la relación secreta del fundador del FBI, el que habla de su posible costado homosexual, aunque Eastwood prefiere, sin evitar el tema, cubrirlo con una manta de castidad.
En un punto, J.Edgar no es distinto del viejo entrenador de box de “Million Dollar Baby” o del ex soldado de Corea de “Gran Torino”, los personajes se conforman de una materia similar, toman opciones relativamente concurrentes y expresan todos una (norte)América perdida y soñada.Pedro Fernández Moujan,telam