Una creación periodística de Luis Pedro Toni

Oscar Martínez sobre ser actor

Sobre una mesa baja descansa un libro que reúne la obra de Alejandro Bustillo, uno de los más ilustres arquitectos argentinos, creador de las grandes residencias de las familias patricias de mediados del siglo pasado y de una serie de edificios monumentales, entre ellos, los del Museo Nacional de Bellas Artes, el Llao Lao y el Banco Nación. “En este libro vas a encontrar los planos de este edificio”, dice con indisimulable orgullo el anfitrión.

La luz diurna apenas se filtra en el interior del piso que se asoma al corazón de Recoleta. Es un departamento de líneas austeras, con cielo raso elevado, paredes color pastel y pisos de madera. Todo transmite serenidad. La decoración es delicada, ligeramente destemplada, sin marcas de una riqueza obscena; lo que abunda es el buen gusto. Desde los sillones negros, al alzar la vista, ésta se pierde en un largo pasillo en penumbras que trae la promesa de otros ambientes igualmente espaciosos; dos o tres veces, esa media luz es disuelta por la aparición fulgurante de Marina Borensztein, su mujer.

A un costado se despliega una vasta biblioteca con libros que delatan gustos personales y constituyen señas de prestigio: Borges, Paul Auster, Woody Allen, Chaplin; algunos son de pintura y fotografía; tres refieren a Marilyn Monroe, uno a Sinatra. El café huele bien, es rico, seguramente una cápsula de Nesspreso. “Sí, pero no conseguí el Roma”, se lamenta el exquisito dueño de casa.

La voz es grave, de hermosa sonoridad. El primer tramo de la conversación con Oscar Martínez conduce por azar al oficio de la crítica. Es el instante en que dos hombres dialogan educadamente sin saber aún si los aguarda una disputa o la charla que puede inaugurar una amistad.

-¿Aprendías leyendo a los críticos?

-Sí, claro. Eran gente muy culta, muy curiosa, con una jerarquía intelectual que hoy no es frecuente. Quizás algunos de ellos no conocían con precisión los mecanismos de la actuación, pero era un placer leerlos. Estoy hablando de personas como Ernesto Schoo, Edmundo Guibourg, Emilio Stevanovich. Podían resultar arbitrarios, aunque no siempre lo fueran, podían ser temidos inclusive (las críticas de Schoo en Primera Plana eran aguardadas con inquietud), pero eran de una solidez de conocimiento fuera de lo común. Pertenecían a una Buenos Aires muy distinta, perdida quizá para siempre. En esos años sesenta uno iba a algunos bares de la calle Corrientes y podía sentarse a la mesa para escuchar conversar a David Viñas. Había una ebullición cultural: se leía mucho, se veía mucho cine. Ya te contaré después los detalles, pero en esa ciudad que ya no es la llegada de Teorema, la novela de Pasolini, era un gran acontecimiento. Como lo era un estreno de Bergman o Fellini. Los best sellers pertenecían en muchos casos a los grandes nombres de la literatura latinoamericana: no sólo García Márquez o Cortázar; también vendían Alejo Carpentier o José Donoso.

-¿Creciste en una casa con libros?

-No. Crecí en una típica casa de clase media de la Argentina de los años 50, no acomodada, si bien nunca nos faltó nada esencial, y sin características culturales salientes. Mi padre no era consumidor de teatro, no era lector; mi madre, mucho menos. Eran gente sencilla, hijos de inmigrantes, cuyo sueño era el ascenso social y económico de sus hijos, impulsado por el estudio de carreras liberales. Ellos querían que sus hijos los superasen.

-¿Mantuviste una relación cercana con tu padre?

-No, eso sucedió cuando fui más grande. Él era un tipo medianamente afectuoso, no sabía demostrar fácilmente el cariño y la ternura. Pero era de una gran sensibilidad y extremadamente vulnerable. Una figura muy rectora para mí. Mucho más importante que lo que pude reconocer siendo un chico. A mis 40 años empezamos a mantener conversaciones de hombre a hombre. Tuve mis enfrentamientos, pero luego pude tener un vínculo amoroso con él. Hasta que no sos padre no dejás de ser hijo, y cuando dejás de ser hijo empezás a comprender ciertas cosas. Aunque yo fui padre a los 25 años, y a esa edad estaba muy lejos de poder comprenderlo como sí ocurrió después. Y de amarlo.

-¿Tu madre?

-Mi madre… La figura de mi padre, al menos de manera consciente, fue más importante que la de mi vieja. Ella era una de esas mujeres cuya vida era la casa, las tareas que ésta demandaba; obsesiva con la limpieza y con las recomendaciones que nos hacía cuando salíamos: el pañuelo nuevo, los zapatos lustrados. Había un sometimiento que ella padecía en relación con lo que suponía que era su misión en la vida, y a mí me revelaba. Pobrecita, estallé una noche a mis 17 años cuando decidí poner en palabras ese sentimiento: “¡A mí vos no me lustrás más los zapatos”, le dije con firmeza. No le gustó.

-¿Cuándo viste por primera vez a un actor?

-Siendo niño solía inventar realidades imaginarias para mis primos en la casa de mi abuela. Tenía facilidad para imitar, noté rápidamente que eso despertaba risas y era muy festejado. Mi viejo casi se descomponía de la risa. Tenía dos tías muy teatreras. A los 12 años me llevaron al teatro Caiminito. Era algo de Cecilio Madanes -después él fue tan importante para mí-, quizá La verbena de la paloma. Muy colorido, muy alegre, con una gran maquinaria detrás. Pero mi verdadero deslumbramiento llegó después. Nosotros íbamos de vacaciones a la villa de veraneo de casas bajas que era Mar del Plata, en los 60. Yo tenía 14 años. Mi viejo solía darme unos mangos para que alquilase un caballo o un auto a pedal. Esa noche compré dos entradas para el teatro, no me preguntes por qué. Ví a Ernesto Bianco y Osvaldo Miranda en Boeing boeing, y apenas descubrí lo que se divertían sobre el escenario supe que quería estar entre ellos. Dos comediantes exquisitos. Esa noche sentí en el cuerpo un impulso súbito. Fue una certeza. Tomé conciencia físicamente de que eso era lo que yo tenía que hacer.

-Tu padre te dijo que no iba a mantener vagos cuando elegiste estudiar teatro.

-Sí, claro. Pero una semana después, quizá dos, me trajo a casa un diario que le dedicaba un par de páginas a la Escuela Municipal de Arte Dramático. Él, como muchos, creía que no era un oficio honorable, pero había descubierto que al menos podía estudiar.

-¿Leías en ese entonces?

-Empecé a leer a los 16 años, y recuerdo muy bien el primer libro que me agarró del cuello y por cuyo autor tuve una larga admiración: El túnel, de Sabato. Seguí con Sobre héroes y tumbas, y muy influído por él comencé con Dostoievski, Shakespeare, Chéjov, Sartre, Camus, uno de los grandes amores de mi vida. Leía sin ningún orden. Leía lo que me apasionaba. Los hermanos Karamazov. ¿Cómo no iba a apasionarme por ese texto? Había toda una corriente que favorecía esas lecturas. En los ámbitos en los que empecé a moverme se decía en broma que no ibas a levantarte ninguna mina si no tenía esas lecturas; tampoco íbas a trabar una buena amistad. Otra Argentina, una fiesta en cafés y librerías. No es que yo fuese un bicho raro. Pertenecíamos a una clase media con aspiraciones universitarias o inclinaciones artísticas que leía, veía cine, discutía en los bares.

-¿Tu gran contacto con los libros fue en la librería Fausto?

-Trabajé allí en su época dorada. Iban viejos libreros, bibliófilos, coleccionistas, y simples lectores, por supuesto. Iba gente como David Viñas, Carlos Gandolfo, Daniel Divinsky, Quino o Antonio Carrizo. Aprendía escuchándolos. Sólo de vez en cuando me animaba a recomendar algún libro a un estudiante. Se vendía una cantidad inusitada de libros. Los best sellers eran García Márquez y Cortázar. Recuerdo el día en que salió la edición de Sudamericana de Teorema, de Pasolini, pocos días antes de que se estrenase la película: tenía la cara de Terence Stamp en la tapa. Se vendían como medialunas calientes. Rulfo, Carpentier, Roa Bastos, Donoso… Yo compraba los libros con descuento, de modo que en ese tiempo me hice de una gran biblioteca, que he perdido en sucesivas separaciones. Dejé ese trabajo cuando decidí lanzarme a las aguas inciertas de la profesión. Tenía 21 años, estaba recién casado. Conseguí un trabajo como figurante en el San Martín, en Babilonia, de Armando Discépolo. Mudo. Gané lo mismo que con mi trabajo de un mes en la librería. Mi maestro, Juan Carlos Gené, me dijo que estaba loco. Afortunadamente, no le hice caso.

-¿Por qué fue esencial Gené para vos?

-Era un maestro extraordinario. Un buen actor, muy buen dramaturgo y director. Pero un docente brillante. Con una claridad conceptual que no conocí ni aun en los grandes maestros a los que veneré: Agustín Alezzo, Augusto Fernandes, Carlos Gandolfo, Hedy Crilla. Si tenías la avidez que yo tenía por comprender, Gené era un estilete. Un tipo de la época: muy rígido, solemne, de una disciplina muy férrea. Te hacía tomar conciencia acerca del fenómeno escénico y el funcionamiento del actor. Abrió mi cabeza en el mejor momento para que eso ocurriese. En la primera clase nos dijo que él no tenía nada para enseñarnos: su misión era hacernos darnos cuenta de lo que sabíamos. En parte tenía razón. Se adiestra, se entrena, se pule el oficio. Pero si no tenés esa sabiduría ni esa intuición no serás un gran concertista, aunque tu maestro sea Rubinstein. No sería quien soy, aun con mis limitaciones, si Juan no hubiese llegado a mi vida.

-Como la sombra que se va, la última novela de Antonio Muñoz Molina, empieza así: “El miedo me ha despertado en el interior de la conciencia de otro? Ha sido como abrir los ojos en una habitación que no es la misma en la que me quedé dormido”. ¿Eso es un actor?

-Es así de complejo, y así de sencillo.

-¿Y qué ocurre en el interior del viejo imitador cuando es atravesado por la actuación?

-Lo esencial es no perder la capacidad de juego. Jugamos con el espíritu de un niño, pero queriendo pensar que lo que hacemos es algo serio. Es una tarea milenaria que puede estar al servicio de grandes cosas.

-¿Qué sucede en el cuerpo del actor cuando lo habita un personaje de Tenessee Williams, de Chéjov, de O’Neill?

Sobreviene la inquietud. Hay algo adrenalínico, además de la exhibición y la necesidad de éxito, que es vértelas con eso. Cuando hice Amadeus por primera vez, en 1983, una psicoanalista amiga me llamó al día siguiente muy preocupada, y con tono grave me preguntó si sabía en qué me estaba metiendo. Le respondí que sí: la muerte del padre. El público lloraba, conmovido; yo estaba en escena atravesado por el dolor. Quizá me estoy metiendo con la idea de mi propia muerte, le dije. Es muy bravo eso, me respondió, y me preguntó entonces que hacía yo con todo eso. Actúo, le dije. Sentía que era liberador. Treinta años después, haciendo el personaje de Salieri en la misma obra, que es el recuerdo de las distintas escenas de su vida que tiene un suicida en la víspera de su muerte, no sé si mi amiga no tenía razón. Hay un costo alto si te metés en serio. La actuación puede ser tóxica, y si bien uno sabe que está jugando, sabe que está revolviendo aguas muy turbulentas. Hay modos de resguardarse. En la vieja versión de Madanes, en una escena yo salía por derecha del espectador y regresaba por izquierda. Con el atuendo de Mozart: las calzas, la chaqueta, el jabot, la peluca (Mozart tenía pelucas estrafalarias, gastaba fortunas en ellas y cuando murió descubrieron que tenía decenas). En lo que duraba esa transición, dos minutos, no más, yo iba haciendo reir a todo el mundo entre bastidores. Salía de escena bañado en lágrimas y me reía a carcajadas detrás de bambalinas. La risa era un modo instintivo de remediar las consecuencias de estar en contacto con tanto dolor. Es verdad que hay un riesgo. No me estoy refiriendo a la locura. Nadie está exento de ella, quizás estamos más cerca de lo que creemos. Pero el actor entra a una realidad imaginaria y sale de ella con plena conciencia. Es su seguro de salud.

-¿Qué personajes te llevaron más lejos?

-Salieri. El Mozart también, pero el Salieri, más. Termina de la peor manera, agobiado por el resentimiento y sintiéndose traicionado por Dios. El Rafael de La malasangre, de Griselda Gambaro. El Tom de El zoo de cristal, de Tennessee Williams. El Edmund de Viaje de un largo día hacia la noche (que es el propio O’Neill). Personajes de gran potencia dramática. Después hice mucha comedia, pero eso es otra cosa. Como son distintos el cine y la televisión. Son idénticos los mecanismos que se juegan para creer una realidad imaginaria, pero la ilusión de que algo está ocurriendo por primera y única vez ahí, cada noche frente a un público distinto, es el teatro. Un salto al vacío sin red.

-Comenzamos con los padres, concluyamos con los hijos.

-Cuatro hijas mujeres, más las hijas de las mujeres con las que compartí mi vida. La mayor tiene 39 años, la menor cumple 20. He vivido rodeado de mujeres. ¿La paternidad? Creo que me ha ido bien con ella. [Cinco, diez segundos: lo que demora asomarnos a un precipicio.] Cuando empezamos a tener alguna conciencia difícilmente creemos que nuestros padres son los mejores; nos la pasamos deseando haber tenido otros padres. Nos soñamos a nosotros mismos como padres perfectos. Yo creo haber sido un padre muy presente, me importan mucho mis hijas. No concibo el bienestar, para no decir la felicidad, si ellas no están bien. He cometido errores, sí. No de ausencia. Pero no haría todo como lo hice. Es inevitable: aprendemos a ser padres con nuestros hijos. No hay tarea más difícil. Quizá yo me los perdone menos que mis hijas a mí.

-¿Hay pasión detrás de la racionalidad?

-Soy de naturaleza apasionado, me gusta experimentar plenitud en lo que hago, no me conformo. Woody Allen, cuando le preguntaron qué era la felicidad, dijo que sólo se trataba de estar entretenido. Dijo, también, que tal vez un secreto sea no pedirle tanto a la vida. Pero yo no me resigno. Soy incorregible, además de afortunado. Sigo pidiéndole mucho, quizá porque me lo dio casi todo.

momentos

Construcción colectiva

Es uno de los grandes actores con que cuenta nuestro país. Pero desde hace un tiempo decidió escribir teatro y dirigir. Sin embargo, ese paso adelante no lo atribuló: llevaba mucho tiempo esperando ese momento.

“Sabía que iba a llegar”, dice. “Desde mis inicios me sentí muy fascinado por el oficio del actor y por la ficción representada. Siempre tuve una mirada sobre la creación colectiva de esa realidad imaginaria que es , sobre todo, el teatro. Siempre participé activamente sugiriendo algo con mis compañeros. Ellos mismos me decían que tenía que dirigir. Me fascinó. Con la escritura ocurrió lo mismo. Tenía unas obritas juveniles hechas para mí, pero sabía que alguna vez podría mostrarme. Lo disfruto mucho, y también lo padezco.”

¿Y Relatos salvajes, el film que va camino del Oscar y lo tiene como protagonista de un gran episodio? “Quedé deslumbrado con Damián Szifron. Es inteligente, minucioso, felizmente obsesivo, consulta y escucha, sereno para tomar decisiones. Un descubrimiento.”

bio

Profesión: actor, dramaturgo, director de teatro

Edad: 65 años

En el principio fue Cosa juzgada (ciclo de David Stivel) y La tregua, de Sergio Renán. Después, una extensa lista de éxitos (El nido vacío, en cine; ART, en teatro; Atreverse, Nueve lunas y El puntero, en TV, entre tantos) que lo confirmaron como un gran actor. Gentileza La Nacion